Pasó sus finos dedos por la tersa tez de su cara, rodeándola de cariño y pasión tenue. La luna reflejaba la tranquilidad que inundaba su alma, viendo en sus ojos pasar la vida que jamás comprendió que existía. Brillo, luz, esperanza. Dos cuerpos tumbados a merced de la noche, sin pena, sin gloria. Su mano tocaba su cintura, sin mover un solo centímetro la intención del bendito sentimiento que rodeaba su aura, tranquilo, despacio. Nada impediría esto, no esta vez. Aquella noche triunfaba sobre las otras.
-¿Me amas?
Preguntaba incesante sin hablar.
-Como a la vida misma.
Respondía su tocar.
El suave olor de la dulce noche impregnaba su cabello, que caía sobre sus ojos ya adormecidos. Melódicamente movía su mente entre las sábanas. Ahí estaba ella, que no hacía más que vivir lo que sería el épice de su existencia. Vislumbraba entre la oscuridad ese brillo que moldeaba la figura de ambos. Un suave murmullo penetraba sin cesar. ¿Qué hacer? El tiempo no se iba a detener. ¿Pero quién inventó el tiempo? Nada importaba más que sus labios susurrando la música a su letra. El bello contorno de sus labios carmín la enloquecían, dejándola sin una pizca de cordura. De pronto recordó aquella tarde de primavera cuando sólo tenía 5 años, mientras corría entre los árboles de cerezas de su abuela. Bello, simple, eterno. Así era. Así tenía que ser.
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